ESA ARENA HÚMEDA
La arena seguía húmeda. No hacía mucho que el
mar había abandonado ese sitio. Cosas de la Luna y el Sol; lo mueven a su antojo.
Hasta que oscurecía el abuelo no se movía de ahí.
Llegaba tempranito, casi al amanecer.
Mamá le reprendía todo los días. Que se
abrigara. Que no se fuera en ayunas .Que llevara una lona para sentarse sobre
la arena húmeda. Tan siquiera un banquito.
¡A ver si lo sorprendía dormido
la marea! Todo eso junto, día por día, mientras él, cabizbajo, caminaba las dos
cuadras que nos separaban del mar. Nos
mandaba a mi hermana y a mí llevarle la
sopa del mediodía con dos galletas en bandeja de lata y una servilleta. Abuelo,
no se olvide la gorra. Abuelo, lleve la capa que tal vez llueva. Abuelo, el
largavista. Sí, porque el abuelo miraba
hacia lo más lejano del mar donde se
juntan el cielo y el agua.
Yo pensaba cuando me sentaba a su lado que la
lluvia vendría de allí. De alguna pelea entre los dos. El cielo era el ladrón y
le robaba agua al mar para tirársela a la tierra. La rabia que le daría que le
sacaran agua a fin de desperdiciarla. Si para nosotros no era necesaria. Cuando
queríamos la sacábamos de un pozo. Para hacer la comida, lavar los platos. Era
pesado el balde lleno. Mi hermanita no podía levantarlo. Siempre me mandaban a
mí. Que metiera el balde bien abajo. Que atara la soga bien fuerte. Que le
pusiera un poco en el tachito del perro. Que le llevara al abuelo.
Al atardecer a menudo venía a casa alguno que
había sido compañero de Papá. Traía pescado fresco. Me daba rabia que me llevaran
la comida y no había uno que no me bajara la visera hasta los ojos. Tenían
mucho olor encima pero como en casa todos teníamos el mismo olor no nos dábamos
cuenta. A mi hermanita le daban un beso. Alguno me decía: “¡hágase grande
compañero, hacen falta manos para levantar las redes!”
Sentados sobre la arena húmeda, nos quedábamos
un buen rato juntos, uno al lado del otro, sin hablarnos. Mirando a lo lejos.
Hacia donde dicen que el mar da vuelta sin que se caiga.
Cosa de brujos, dicen algunos. El abuelo, ni
una palabra, levantando de vez en cuando el largavista. ¡Qué me lo iba a
prestar!
Mamá siempre hacía sopa de pescado para el
almuerzo, con galleta; ella misma lo cocinaba. De noche, cuando volvía el
abuelo, el pescado lo comíamos frito. Él se lo servía con las manos.
Cuando había mucho sol, con mamá, atrapábamos
cangrejos. Yo sostenía la olla y ella
los sacaba debajo de las piedras. Siempre se olvidaban de esconder alguna pata.
A veces, debajo, encontrábamos pulpitos. Esas eran fiestas para nosotros. Lo
comíamos con cáscara y todo.
Los compañeros de papá nos mandaban algunos
días pescados diferentes.
Yo sé que algunos van de visita con ramos de
flores pero a nosotros, las amigas de mamá, nos traían verduras, huevos o
alguna gallina. Qué rica era esa sopa. Al abuelo que no lo sacaran del pescado.
La tormenta. Estábamos abrazaditos los tres.
Desde las ventanas de casa se veía el mar como si fuera de día. Los rayos que
nos mandaba el cielo, como flechazos de luz, lo iluminaban todo. Hasta veíamos
al abuelo que miraba el horizonte con los largavistas. Con capas y botas lo
íbamos a buscar. Los tres. Mi hermanita no se quería quedar sola. Las olas
subían tan altas como para enfrentar al cielo. Éste le contestaba con un rugido
furibundo.
Cuando llegamos a la casa, el abuelo le
preguntó a mi madre. ¿Cuántos? Ocho, cuatro volvieron hace un rato, quedaron
los merluceros. ¿Fueron a la
Iglesia ? Todos. ¿Y usted? No tenía con quién dejar a los
chicos.
A la mañana el viento se había llevado la
tormenta tierra adentro. En la arena húmeda estaba mi abuelo. Y estaba mi
madre. Y estaba yo y mi hermanita. Estaba todo el pueblito.
Como aquella vez. Las mujeres arrodilladas.
Los hombres de pie. Mirando lejos, bien lejos. Hacia donde se juntan el cielo y
el mar.
ALBERTO FERNANDEZ (Furnita)
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