lunes, 9 de enero de 2017

ESA  ARENA  HÚMEDA
                      
                                      

La arena seguía húmeda. No hacía mucho que el mar había abandonado ese sitio. Cosas de la Luna y el Sol; lo mueven a su antojo.
Hasta que oscurecía el abuelo no se movía de ahí. Llegaba tempranito, casi al amanecer.
Mamá le reprendía todo los días. Que se abrigara. Que no se fuera en ayunas .Que llevara una lona para sentarse sobre la arena húmeda. Tan siquiera un banquito.  ¡A ver si  lo sorprendía dormido la marea! Todo eso junto, día por día, mientras él, cabizbajo, caminaba las dos cuadras que nos separaban del mar.  Nos mandaba a mi hermana y a mí  llevarle la sopa del mediodía con dos galletas en bandeja de lata y una servilleta. Abuelo, no se olvide la gorra. Abuelo, lleve la capa que tal vez llueva. Abuelo, el largavista.  Sí, porque el abuelo miraba hacia lo más lejano del mar  donde se juntan el cielo y el agua.
Yo pensaba cuando me sentaba a su lado que la lluvia vendría de allí. De alguna pelea entre los dos. El cielo era el ladrón y le robaba agua al mar para tirársela a la tierra. La rabia que le daría que le sacaran agua a fin de desperdiciarla. Si para nosotros no era necesaria. Cuando queríamos la sacábamos de un pozo. Para hacer la comida, lavar los platos. Era pesado el balde lleno. Mi hermanita no podía levantarlo. Siempre me mandaban a mí. Que metiera el balde bien abajo. Que atara la soga bien fuerte. Que le pusiera un poco en el tachito del perro. Que le llevara al abuelo.
Al atardecer a menudo venía a casa alguno que había sido compañero de Papá. Traía pescado fresco. Me daba rabia que me llevaran la comida y no había uno que no me bajara la visera hasta los ojos. Tenían mucho olor encima pero como en casa todos teníamos el mismo olor no nos dábamos cuenta. A mi hermanita le daban un beso. Alguno me decía: “¡hágase grande compañero, hacen falta manos para levantar las redes!”
Sentados sobre la arena húmeda, nos quedábamos un buen rato juntos, uno al lado del otro, sin hablarnos. Mirando a lo lejos. Hacia donde dicen que el mar da vuelta sin que se caiga.
Cosa de brujos, dicen algunos. El abuelo, ni una palabra, levantando de vez en cuando el largavista. ¡Qué me lo iba a prestar!
Mamá siempre hacía sopa de pescado para el almuerzo, con galleta; ella misma lo cocinaba. De noche, cuando volvía el abuelo, el pescado lo comíamos frito. Él se lo servía con las manos.
Cuando había mucho sol, con mamá, atrapábamos cangrejos.  Yo sostenía la olla y ella los sacaba debajo de las piedras. Siempre se olvidaban de esconder alguna pata. A veces, debajo, encontrábamos pulpitos. Esas eran fiestas para nosotros. Lo comíamos con cáscara y todo.
Los compañeros de papá nos mandaban algunos días pescados diferentes.
Yo sé que algunos van de visita con ramos de flores pero a nosotros, las amigas de mamá, nos traían verduras, huevos o alguna gallina. Qué rica era esa sopa. Al abuelo que no lo sacaran del pescado.
La tormenta. Estábamos abrazaditos los tres. Desde las ventanas de casa se veía el mar como si fuera de día. Los rayos que nos mandaba el cielo, como flechazos de luz, lo iluminaban todo. Hasta veíamos al abuelo que miraba el horizonte con los largavistas. Con capas y botas lo íbamos a buscar. Los tres. Mi hermanita no se quería quedar sola. Las olas subían tan altas como para enfrentar al cielo. Éste le contestaba con un rugido furibundo.
Cuando llegamos a la casa, el abuelo le preguntó a mi madre. ¿Cuántos? Ocho, cuatro volvieron hace un rato, quedaron los merluceros. ¿Fueron a la Iglesia? Todos. ¿Y usted? No tenía con quién dejar a los chicos.
A la mañana el viento se había llevado la tormenta tierra adentro. En la arena húmeda estaba mi abuelo. Y estaba mi madre. Y estaba yo y mi hermanita. Estaba todo el pueblito.
Como aquella vez. Las mujeres arrodilladas. Los hombres de pie. Mirando lejos, bien lejos. Hacia donde se juntan el cielo y el mar.

ALBERTO FERNANDEZ (Furnita)



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